«Del negro abismo de la mar profunda 
          sobre las pardas ondas turbulentas, 
    son nuestros pensamientos como él, grandes; 
    es nuestro corazón libre, cual ellas. 
    Do blanda brisa halagadora expire, 
    do gruesas olas espumando inquietas 
    su furor quiebren en inmóvil roca, 
    hed nuestro hogar y nuestro imperio. En esa 
    no medida extensión, de playa a playa, 
    todo se humilla a nuestra roja enseña. 
    Lo mismo que en la lucha en el reposo 
    agitada y feliz nuestra existencia, 
    hoy en el riesgo, en el festín mañana, 
    brinda a nuestra ansiedad delicias nuevas. 
    ¿Quién describir pudiera nuestros goces? 
    ¡Oh!, no eres tú, que la molicie enerva, 
    siervo de los deleites, que temblaras 
    de las montañas de olas en la incierta, 
    móvil cumbre; ni tú, noble orgulloso, 
    del hastío sumido en la indolencia, 
    a quien ya el sueño bienhechor no halaga, 
    a quien ya los placeres no deleitan. 
    Sólo el infatigable peregrino 
    de esos caminos líquidos sin huellas, 
    cuyo audaz corazón, templado al riesgo, 
    al sordo rebramar de la tormenta 
    palpitando arrogante, hasta la fiebre 
    del delirio frenético en sus venas 
    sintiese hervir la sangre enardecida, 
    nuestros rudos placeres comprendiera. 
    Do el cobarde ve el riesgo, él ve la gloria, 
    y sólo por luchar la lucha anhela 
    el pirata feliz, rey de los mares. 
    Cuando ya el débil desmayado tiembla, 
    se conmueve él, apenas... se conmueve 
    al sentir que en su pecho se despierta 
    osada la esperanza, que atrevida 
    su corazón para el peligro templa. 
    ¿Qué es a nosotros la temida muerte 
    como el rival odioso también muera? 
    ¡Qué es la muerte! La muerte es el reposo... 
    cobarde, eterno, aborrecible... ¡Sea! 
    Serenos aguardémosla. Apuremos 
    la vida de la vida, y después venga 
    fiebre traidora o descubierto acero 
    implacable a romper su débil hebra. 
    Cobardes otros, de vejez avaros, 
    revuélquense en el lecho que envenena 
    dolencia inmunda, y el impuro ambiente 
    con flaco pecho aspiren y fallezcan 
    luchando con la muerte... ¡Oh, no a nosotros 
    fúnebre lecho de agonía lenta; 
    ¡césped fresco es mejor...! Y mientras su alma 
    sollozo tras sollozo tarda quiebra 
    los nudos de la vida, de un impulso 
    sus ligaduras rompe y se liberta 
    osado nuestro espíritu. Sus restos 
    del blanco mármol de su tumba estrecha, 
    grabado por el mismo que su muerte 
    hipócrita anhelaba, se envanezcan: 
Cuando sepulte el mar nuestro cadáver 
    le bastará una lágrima sincera, 
    ¡una lágrima sola! Henchido el vaso 
    del alegre festín en la ancha mesa 
    honra de nuestros bravos la memoria. 
    Corto epitafio su valor celebra 
    cuando en el día augusto del peligro, 
    al repartir el vencedor la presa, 
    recuerdo de dolor su frente anubla 
    y con voz ronca que insegura tiembla: 
    «¡Cuán felices, exclama, nuestra dicha 
    los valientes que han muerto compartieran!» 
       Así grito salvaje en sordo acento 
    repite el eco en las cortadas peñas 
    del islote escarpado del Corsario, 
    do del vivac se apagan las hogueras; 
    y en alegre cantar sus agrias notas 
    de los piratas al oído suenan.